Uno de los efectos más dañinos del abuso sexual es el autoengaño, tanto cuando fuimos niños como después, en nuestra etapa adulta. Sobre esa base edificamos nuestro futuro. La supervivencia emocional, muchas veces, no es posible si no se eliminan o atenúan ciertos sentimientos. Esta actitud es la misma que mañana nos pasará factura.
El autoengaño tergiversa evidencias obvias para cualquier persona que observe nuestro comportamiento. Falseamos sistemáticamente las percepciones que llegan a nuestros sentidos para adaptarlas a nuestro entorno hecho a la medida de nuestra irrealidad. Todo ello nos lleva irremediablemente a generar respuestas inadecuadas que no sólo nos afectan a nosotros, sino a la gente que nos rodea. Tenemos que modificar nuestra realidad para reconvertirla en algo tolerable. Pero ese comportamiento tiene un precio. No siempre se puede integrar satisfactoriamente nuestro mundo imaginario en el mundo real en el que viven los demás. Lo que a nosotros nos parece normal, al resto le parece extraño y sospechoso. Tal vez consigamos ocultar nuestro secreto, pero a cambio, en el mejor de los casos, nos convertiremos en los “raros”.
“No soy capaz de hacer nada bien”. No sólo es una idea sobre mí mismo, en muchos casos me han hecho creer que realmente es así. Interiorizar esos sentimientos negativos sólo podía conducirme a sentir desprecio hacia mis actitudes y hacia mi persona en general.
No haber desenmascarado al agresor en su momento provoca un resentimiento que va acrecentándose a medida que pasa el tiempo. Esta realidad se acentúa cuando se trata de un familiar. Es una cuestión de tiempo que esta rabia no declarada termine volviéndose contra nosotros. La manifestación más habitual es la conducta autodestructiva. Son comportamientos que no controlamos, cuyo origen se perdió en el olvido y que alcanzan su máxima expresión en adicciones como las drogas, la comida, el juego y otras.
El gran problema de las adicciones es el desconocimiento de sus orígenes. Algo muy parecido ocurre con las autolesiones. Es como si no nos odiáramos lo suficiente como para quitarnos la vida, pero si bastante como para castigarnos, para destruirnos poco a poco. Y lo peor es que no sabemos por qué, con lo cual tampoco podemos ponerle remedio.
Las raíces del odio hay que buscarlo en el pasado. Siempre hemos pensado que no hicimos lo suficiente. Y no sólo eso; podemos llegar a creer que no hicimos nada o que incluso colaboramos en los abusos. Pudimos sentir placer ocasional. Todo ello nos conduce a una sensación de culpa devastadora, y de ahí al odio hacia lo que hicimos o dejamos de hacer, y en definitiva, a lo que somos, no hay más que un paso.
Revelar como, cuando y donde se produjeron los abusos, y por encima de todo, quien fué, es la clave para eliminar el odio, el rencor y otros aspectos perniciosos de nuestra vida. Debemos señalar al agresor sin piedad, quizá sin ensañamiento, pero tampoco sin el menor atisbo de culpabilidad.
Nos merecemos la libertad; merecemos librarnos del pago de una culpa que en ningún caso fue nuestra.
Sólo la justicia nos aportará esa paz espiritual que nunca hemos tenido, sólo el resarcimiento de tanto tiempo robado, nos liberará del odio que se arraiga en una vida que casi olvidamos que un día fue nuestra.